La escritora santafecina falleció, apenas con 59 años de edad, en el 2018. En esta ocasión compartimos un cuento de Liliana Bodoc, una autora de pensamientos profundos y comprometidos, quién dejo una producción invaluable de novelas y relatos juveniles.
Por Redacción*
Liliana Bodoc nació en Santa Fe en 1958, vivió en Mendoza desde los cinco años. Cursó la licenciatura en Literatura Moderna en la Universidad Nacional de Cuyo, y ejerció la docencia. El el 200o publicó su primera novela, Los días del Venado. Luego llegaría La saga de los confines, una trilogía basada en la cultura precolombina y alcanzó un gran éxito de público y crítica. Los tres libros, Los días del Venado, Los días de la Sombra y Los días del Fuego, cimentaron la relación de Bodoc con el público infantil y adolescente. Más tarde aparecerían, entre otros títulos, Memorias impuras y El espejo africano.
A lo largo de su vida fue premiada por múltiples instituciones, en mayo de 2016 recibió el título Honoris Causa de la Universidad Nacional de Cuyo. El discurso que dio en esa ocasión, una conferencia titulada “La palabra y la construcción del honor» fue muy renombrado: “Ahora nos anda rondando una palabra peligrosa: meritocracia. Un concepto que puede transformarse según como se utilice y se aplique en una gran vergüenza. ¿Quién no merece recibir palabras? ¿Quién no merece agua pura? ¿Cuáles son los requisitos para merecer educación? La educación no se imparte, se devuelve. La educación no es un acto de generosidad sino de justicia” y luego remarcó «Dicen que tenemos muchos y buenos jugadores de fútbol porque los pibes tienen potreros. Si se me permite la extrapolación, también tenemos muchos y grandes escritores porque tenemos educación pública».
A seis años de su partida la recordamos compartiendo el cuento «Un decreto incomprendido» que forma parte de su maravillosa obra.
UN DECRETO INCOMPRENDIDO
«… Les aseguro, damas y caballeros, que el cumplimiento de MI DECRETO conseguirá que los habitantes de
este pueblo retornen el camino de la virtud y la buena
conducta. Cúmplase hoy, mañana y siempre.»
Un fervoroso aplauso, que arrancó en el “Cúmplase” y terminó varios minutos después, emocionó visiblemente al orador. Se trataba del señor Severo Cuasimorto. Hombre flaquísimo y altísimo, verdoso y anguloso, que estrenaba, con un muy singular decreto, su recién adquirido cargo de “Custodio de la Perfección”. En realidad, el mencionado cargo no existía antes de que Severo Cuasimorto lo asumiera ni sobrevivió cuando lo abandonó. Cuasimorto y su cargo fueron una sola cosa, un cuerpo y su espíritu. La primera y única tarea del señor Cuasimorto era eliminar los errores de los ciudadanos, castigar las equivocaciones, ¡y aniquilar la vergonzosa imperfección!.
Tras pasar días y noches en su despacho, sorbiendo café amargo y comiendo galletas de
limón, Severo Cuasimorto emergió triunfante. Sostenía, adelante y arriba, un papel escrito de su puño y letra. El decreto que maquinó en largas horas de inspiración era definitivamente ingenioso. Y puso pálido a un pueblo entero.
Toda vez que un habitante, de cualquier edad, sexo u oficio, cometa un error, desacierto o burrada, inexactitud o traspié, tropezón o caída, con intención o sin ella, recibirá un OBJETO en su domicilio antes de cumplirse las veinticuatro horas…
OBJETO fue la palabra que eligió Severo Cuasimorto para su decreto y esto, en efecto, era lo que recibían los culpables. Esféricos o cúbicos, huecos o macizos, claros, oscuros, pesados o livianos, porosos, transparentes, pequeños o enormes. La relación que existía entre la forma del objeto y el error cometido fue una cosa que Severo se llevó consigo a la tumba. En cambio expresó, a toda voz, las ventajas del escarmiento:
1. Toda vez que uno de nuestros OBJETOS ALECCIONADORES sea llevado a un domicilio, será visto por todos los vecinos y esto, sin duda alguna, acarreará vergüenza al imperfecto en cuestión.
2. Los OBJETOS, obligatoriamente colocados en un sitio visible de la casa, serán recuerdos constantes de los errores cometidos que aportarán la necesaria cuota de arrepentimiento al citado imperfecto.
¡Todos fueron problemas! Los buenos vecinos pelearon entre sí. La gente andaba cabizbaja y arisca. Caras demacradas, mesas sin apetito y noches con pesadillas. Lo peor de todo fue que entre tanto desaliento y tanta vergüenza, los errores se hicieron más frecuentes.
Los OBJETOS de Cuasimorto llegaron a la casa del niño que se equivocó en la tabla del nueve; a lo de la muchacha que dijo una mentira; a lo del empleado que se quedó dormido y llegó tarde al trabajo.
Y bien, cierto día un anónimo señor quiso transportar una bolsa con garbanzos. De pronto la bolsa se rompió y los granos empezaron a dispararse por todas partes. El señor miró ansiosamente a su alrededor, lo primero que vio
fue un error grande y hueco. Sin pensarlo dos veces, vació allí dentro la bolsa de garbanzos y quedó muy satisfecho.
En susurros se lo contó a su esposa, ésta a su hija, la hija a su marido y el marido al cadete de la farmacia. De este modo, en poco tiempo, todo el mundo comenzó a verles a sus errores el lado útil.
Uno se atrevió a pintarlos como adornos navideños. ¡Peor aún! La gente se prestaba errores.
—¿Tendrías un error que pueda servirme
para colgar sombreros?
—Préstame ese error para atizar el fuego.
El escándalo llegó a rebelión cuando los vecinos juntaron todos los errores y construyeron juegos para los niños en la plaza del pueblo.
Severo Cuasimorto trató de controlar la rebelión, pero cuando comprendió que era imposible, desconsolado y herido, decidió partir de allí sin dejar huellas. Lo hizo una mañana muy temprano. Llevaba solo una pequeña maleta donde guardaba el decreto y algunas galletas de limón. En la mano libre, llevaba una madera larga y angosta. Un ciudadano madrugador lo vio irse.
—Adiós, Cuasimorto. ¿Qué es esa enorme
madera que llevas contigo?
—El único error que cometí en mi vida.
—¿Y cuál fue ese error, Severo Cuasimorto?
—Confiar en este pueblo de imperfectos incurables.
Unas horas después, Severo Cuasimorto salía del bosque que rodeaba al pueblo cuando encontró que el río estaba
desbordado. El puentecillo que comunicaba las dos orillas estaba cubierto, impidiendo el paso de los que querían llegar o, como en su caso, querían irse muy lejos.
Pasaban las horas, y Cuasimorto, altísimo y flaquísimo, verdoso y anguloso, empezaba a tener frío, hambre. Y hasta
un poco de miedo, porque el bosque no se parecía en nada a su oficina cuadrada y oscura. Cuasimorto miró una y otra vez el Objeto Aleccionador que se había enviado a sí mismo hasta que al fin se decidió. ¡Digamos lo que es cierto…! Le tomó mucho tiempo decidirse, pero al fin lo hizo.
Tomó la tabla, se tendió sobre ella boca abajo y, ayudándose con los brazos, atravesó el río hasta la otra orilla. Le gustara o no, el señor Severo Cuasimorto tuvo que aceptar que gracias a su error, más un poco de imaginación, más la ropa empapada, pudo seguir avanzando en el camino.
Acá se puede apreciar una versión ilustrada por Cecilia Varela .
Fuente: Página 12
Foto: Prensa UNCUYO