A cincuenta años del asesinato del padre Carlos Mugica, sacerdote tercermundista, la pregunta es qué queda de esos nombres, de esas revoluciones cristianas, de esos compromisos. Tal vez, en tiempos tan desangelados, sean memorias que permanezcan para implicar la construcción de un imprescindible futuro.
Por Carlos del Frade*
Mientras la Argentina se encamina a su mayor saqueo institucional y la excusa del narcotráfico servirá para llenar las cárceles de chicas y chicos de doce años y meter el ejército a patrullar las calles al mismo tiempo que tropas extranjeras se quedan con el control de las riquezas que aún le restan al país, una fecha emerge con resonancias de otros tiempos, cuando se soñaba con la felicidad democratizada y un cristianismo que echara los mercaderes del templo de la realidad y terminara, de una buena vez, con los crucificados cotidianos del capitalismo.
El 11 de mayo de 1974 asesinaron al sacerdote Carlos Mugica. “No me olvido más. Cuando terminó la misa salí hacia el coche porque la gente solía esperar a Carlos para charlar, para felicitarlo. Era un tipo muy carismático. En la puerta lo llama alguien, le dice padre Carlos. Yo estaba de espaldas a él. En ese momento comenzó una balacera. Caos, gritos, yo recibí cuatro balazos. Cuando estaba en el suelo vi a Carlos de espaldas a la pared, deslizándose y a Almirón a un metro, con una ametralladora envuelta en nylon, acribillándolo. Después sentí un coche que ‘araba’”, contó Ricardo Capelli. El que disparó era Rodolfo Eduardo Almirón, hombre de confianza de José López Rega y el jefe operativo de la Triple A.
En junio de 1972, Mugica fue retratado de esta forma por la revista “7 Días”: “…muchas veces señalado como un sacerdote subversivo. Sin embargo, Carlos Mugica (el polémico capellán porteño) cree respetar los mandatos de Cristo y descerraja sus iras contra «las jerarquías clericales comprometidas con el dinero, el privilegio y el desorden establecido en todo el país». Es una ráfaga implacable, un martilleo de palabras, la lúcida coherencia que se transmite eléctricamente al gesto en esa permanente y reconcentrada actitud del que amenaza con violentar todos los esquemas -un dogma, una religión, una filosofía- pero repentinamente cede y adopta posiciones expectantes. Rubio, de ojos azules, pulóver de cuello alto y pantalones negros, no parece un sacerdote; sólo los libros que trepan por las paredes de su departamento de un ambiente, en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, denuncian la presencia de un miembro de la Iglesia Católica.
“Es que Carlos Mugica (39, profesor de teología en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Derecho de la Universidad del Salvador y capellán de la parroquia San Francisco Solano, en Villa Luro), a diferencia de la nueva corriente de sacerdotes católicos, prefiere ignorar ese halo paternalista, el status privilegiado que la sociedad se empecina en otorgarle, para dar de sí -espontáneamente, sin premeditación- la imagen de lo que cree ser: simplemente un hombre común, con toda la riqueza y las limitaciones de los seres humanos; a lo sumo, siente quizá con más profundidad que sus «hermanos» -palabra habitual en su vocabulario- una problemática responsabilidad, ser también mensajero de sus conflictos. Pero esa humildad -que se refleja inflexivamente en su manera de vivir- no le posibilitó soslayar una creciente popularidad alrededor de su figura. Lo publicaron así sus declaraciones por radio y televisión («El socialismo -espetó en una de las emisiones del programa Tiempo Nuevo, dirigido por Bernardo Neustadt, en Canal 11- es el régimen que menos contraría la moral cristiana»); lo sacaron del anonimato pronunciamientos tales como el que barbotó cuando Arturo Illia fue elegido presidente de la Nación: «Hoy es un día triste para el país -dijo Mugica el 12 de octubre de 1963-, una parte importante del pueblo argentino ha sido marginado de los comicios y será dirigido por un hombre a quien sólo votó el 18 por ciento de los electores”.
Mugica era uno de los seguidores del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer mundo.
El 11 de octubre de 1962 comenzó uno de los capítulos que mayores movimientos originó en el interior de la Iglesia Católica, el Concilio Vaticano II. La idea fue de Juan XXIII. Su propuesta fue ventilar la institución. Le tocó conducir a Pablo VI los cimbronazos del Concilio en todas partes del mundo.
El 15 de agosto de 1967 fue publicado el «Manifiesto de 18 Obispos del Tercer Mundo».
«…En su peregrinación histórica terrenal, la Iglesia ha estado prácticamente siempre ligada al sistema político, social y económico que, en un momento de la historia, asegura el bien común o, al menos, cierto orden social. Por otra parte las Iglesias se encuentran de tal manera ligadas al sistema, que parecen estar confundidos, unidos en una sola carne como un matrimonio. Pero la Iglesia tine un solo esposo, Cristo. La Iglesia no está casada con ningún sistema, cualquiera que éste sea, y menos con «el imperialismo internacional del dinero» (Popularum Progressio), como lo estaba a la realeza, o al feudalismo del antiguo régimen y como tampoco lo estará mañana con tal o cual socialismo«.
Definiciones como éstas conmocionaron a los sacerdotes que se encontraban trabajando y desarrollando su pastoral en medio de barrios marginales de todas las naciones del Tercer Mundo.
La Argentina no fue la excepción.
La repercusión ideológica y política fue proporcional al contraste con la alianza establecida entre el cardenal Caggiano con el partido militar y los representantes de los intereses económicos que comenzaron a vaciar el estado en beneficio propio.
«En el momento en que un sistema deja de asegurar el bien común en beneficio del interés de unos cuantos, la Iglesia debe no solamente denunciar la injusticia sino además separarse del sistema inicuo, dispuesta a colaborar con otro sistema mejor adaptado a las necesidades del tiempo y más justo«, indicaba el documento de los 18 obispos del Tercer Mundo.
«El sistema económico en vigor actualmente permite a las naciones ricas seguir enriqueciéndose aunque incluso ayuden un poco a las naciones pobres que, proporcionalmente, se empobrecen. Estas tienen el deber de exigir, por todos los medios legítimos a su alcance, la instauración de un gobierno mundial, en el que todos los pueblos sin excepción están representados, y que sea capaz de exigir, incluso para imponer, una repartición equitativa de los bienes, condición indispensable para la paz«, señalaba el punto 21 de aquel documento liminar.
El concepto «liberación» atravesaría los últimos veinte años, no solamente en la Argentina, sino toda América latina, y arrastraría a vastos sectores detrás de la transformación social, ideal a contramano del sentido común construido por la jerarquía a lo largo de la historia.
En setiembre de 1967, se produjo la traducción y la distribución del Manifiesto entre los clérigos argentinos. El primero de diciembre de aquel año, se acordó la renuncia de Jerónimo Podestá, como obispo de Avellaneda quien había decidido trabajar en una empresa y descartar la idea del celibato como indispensable para la función de sacerdote. En diciembre, 270 clérigos argentinos adhirieron con su firma el Manifiesto de los 18 obispos, entre ellos Luis Farinello, Eliseo Morales, Luis Sánchez, Miguel Hesayne (en aquellos tiempos en Azul, provincia de Buenos Aires), Horacio Benítez (el confesor de Evita), Domingo Bresci, Carlos Mugica, Miguel Ramondetti, José Gaido, Elmer Miani, Julián Zini, Rolando Concati, Rubén Dri, Juan Carlos Arroyo, Santiago Mac Guire, Franciso Parenti, Tomás Santidrián, Gustavo Rey, José Karamán, Elvio Albega, Celestino Bruna, Osvaldo Catena, Victorio Di Salvatore, Edelmiro Gasparotto, Atilio Rosso, Severino Silvestri, Edgardo Trucco y José Serra.
¿Qué queda de esos nombres, de esas revoluciones, del propio compromiso del padre Mugica, cincuenta años después?.
Algo queda, en algún sitio de las urgencias y la angustia popular, y estas memorias permanecen no solamente para hablar del pasado si no, tal vez, del imprescindible futuro.
Fuentes: “Infobae”, 11 de mayo de 2023; “El historiador”, de Felipe Pigna; “Página/12”, 8 de mayo de 2024 y “La iglesia y la construcción de la impunidad”, del autor de esta nota.
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