La estrategia cultural de la Dictadura fue necesaria para el cumplimiento de sus objetivos, aunque eso no se limitó a destruir sino también a promover valores. Dos ejemplos que elige el autor de esta nota bastan para comprender la dimensión de la represión y la censura en un tiempo en que los libros también eran perseguidos. (*)
Por Hernán Invernizzi
Cuando se habla de la dictadura militar se empieza por el horror represivo, lo cual es lógico si consideramos los 30 mil desaparecidos, centenares de niños apropiados, unos 10 mil presos políticos, miles de exiliados, en apenas siete años de gestión. No obstante, la dictadura no fue apenas un ejercicio de ferocidad y racionalidad represiva. A pesar de sus conflictos internos (como en cualquier proceso complejo) tenía un proyecto y su correspondiente estrategia.
Esa estrategia era como una mesa de tres patas: por un lado el modelo económico; por otro el Terrorismo de Estado, y por fin la política cultural, poco estudiada. A los militantes reprimidos y al cierre de fábricas y fuentes de trabajo, se corresponde la desaparición sistemática de símbolos, discursos, imágenes y tradiciones, además de autores, actores, músicos, etc.
Para la dictadura, la estrategia cultural era necesaria para el cumplimiento integral de sus objetivos de mediano y largo plazo, aunque eso no se limitó a prohibir/destruir sino también a producir/promover valores culturales. Y si algo quedó claro, es que al menos en el terreno cultural, civiles y millitares fueron co-autores, socios y cómplices de un proyecto. Dos ejemplos.
EUDEBA, la prestigiosa editorial de la UBA, primero fue intervenida con un oficial de la Armada, después “normalizada” con un equipo de civiles y por fin nuevamente intervenida por el Ejército. El primer interventor seleccionó una cantidad de títulos que le resultaban sospechosos y los encarceló en el subsuelo de la editorial. Pero no los destruyó. Meses después asumieron los directivos civiles: el filósofo Jorge García Venturini (Presidente), el abogado Pedro Eugenio Aramburu hijo (Vicepresidente) y el dirigente socialista Luís Pan (Director Ejecutivo) encabezaron una Comisión Directiva integrada por civiles, todos ellos prestigiosos universitarios, profesores y autores de libros.
El socialista Luis Pan llamó por teléfono al general Carlos Suárez Mason (Jefe del primer Cuerpo) y lo alentó: “Vení a buscarlos… ¡Los libros son tuyos!” El 27 de febrero de 1977 se llevaron alrededor de 90.000 libros. Nunca más se supo de ellos. A pesar de nuestros esfuerzos de años, no sabemos si fueron quemados, vendidos para hacer papel, comercializados, etc. Son libros desaparecidos.
Ellos decidieron que los libros encerrados por el interventor debían ser entregados a las fuerzas represivas: solicitaron por nota al Ejército que se los llevaran y lo notificaron al Rector de la Universidad. Y como los militares se demoraban, los civiles reclamaron e insistieron. El socialista Luis Pan llamó por teléfono al general Carlos Suárez Mason (Jefe del I° Cuerpo) y lo alentó: “Vení a buscarlos… ¡Los libros son tuyos!” El 27 de febrero de 1977 se llevaron alrededor de 90.000 libros. Nunca más se supo de ellos. A pesar de nuestros esfuerzos de años, no sabemos si fueron quemados, vendidos para hacer papel, comercializados…
Son libros desaparecidos.(1)
Pero, como se trataba de una política integral, los trabajadores de la editorial también fueron reprimidos. Cayeron los salarios, fue disuelta la comisión interna, soldados armados custodiaban los pasillos, empleados desaparecidos, presos y exiliados. En un solo gesto ideológico, el equipo de prestigiosos universitarios encabezó la represión cultural y la represión laboral contra los trabajadores de la editorial. El 26 de junio de 1980 un juez de la Nación ordenó la incineración pública de cientos de miles de libros en un baldío de Avellaneda. El destacamento de la policía bonaerense amontonó una gigantesca montaña de libros del Centro Editor de América Latina (CEAL) y trató de incendiarlos. Pero el fuego no se desataba y fue necesario que varios agentes buscaran bidones de combustible para avivar las llamas. Por fin, la gran pira bibliográfica comenzó a arder y los libros, lentamente, se volvieron cenizas.
Esta quema fue la culminación de un proceso judicial que comenzó en 1978: cientos de fojas de un expediente radicado en la Justicia Federal de La Plata, en el cual se cumplieron todos los procedimientos formales exigidos por la ritualidad judicial. Todo quedó asentado, foliado, sellado y firmado.
Aquellos libros habían sido descubiertos en un depósito donde CEAL los había puesto a resguardo. El juez los incautó y para saber si se trataba de material “subversivo” solicitó informes a los “organismos especializados”, esto es, los servicios de inteligencia, que contaban con equipos de especialistas civiles en temas culturales. Poco a poco llegaron los informes de los censores (figuran en el expediente) y el juez concluyó que se trataba de material culpable: como los libros no se pueden meter presos, entonces debían ser destruidos.
La fogata bibliográfica fue ordenada por Héctor Gustavo De la Serna. Inicialmente optó por ser militar, en 1961 participó del enfrentamiento entre dos facciones (“azules y colorados”) y terminó detenido. Se escapó, una amnistía lo perdonó y como su carrera militar ya no tenía futuro, estudió abogacía en la Universidad Católica de La Plata. Su primera función pública fue Director del Servicio Penitenciario Bonaerense durante la dictadura del general Onganía (1966/70). A partir de 1976 lo designaron juez federal de La Plata, cargo que ocupó hasta diciembre de 1983. Años después se recibió de doctor en filosofía en la Universidad Austral, que no vaciló en doctorar a un biblioclasta.
Entre 1976 y 1983 el juez De la Serna recibió cientos de pedidos de habeas corpus presentados por familiares de desaparecidos. Los rechazó a todos. Años después, durante un juicio por causas de lesa humanidad, le preguntaron cuántos habeas corpus se habían tramitado en su juzgado: “No lo recuerdo, tengo la cabeza en la filosofía porque estoy rindiendo exámenes”. Durante la misma declaración aseguró que la dictadura militar nunca había condicionado su trabajo como juez: “No recibíamos órdenes. A la Justicia se le dio libertad en aquella época”.
* En el Centro Cultural de la Memoria se exhibe la muestra «Desenterrando libros prohibidos», que da cuenta del alcance y los efectos de la represión cultural, de las lógicas de la censura. Pero, al mismo tiempo, la exhibición se propone rescatar los gestos y actos de resistencia recuperando algunos de esos libros que, por haber sido enterrados, escondidos, simulados bajo otras tapas o por haber circulado en forma clandestina, lograron escapar de la persecución, la destrucción y el olvido. Se puede visitar de martes a viernes de 12 a 21 y sábados, domingos y feriados de 11 a 21.
Notas
1) Invernizzi, Hernán y Gociol, Judith: Un golpe a los libros. Eudeba. Buenos Aires. 2002. Invernizzi, H.: ¡Los libros son tuyos! Civiles, académicos y militares. Eudeba. Buenos Aires. 2005. Invernizzi, H. y Gociol, J.: Cine y dictadura. Capital Intelectual. Buenos Aires. 2006. *Publicada por Revista Haroldo. (Centro Cultural de la Memoria) 22 de abril del 2016 Fotos Eva Chevallier
Fotos: Eva Chevallier
(*) Esta nota fue publicada en la revista Haroldo. Diálogo del presente y el pasado. La publicación pertenece al Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.