eran demasiado grandes.Alfredo Soderguit. Los carpinchos
Por Legna Rodríguez Iglesias(*)
Si hubiera algo realmente exótico y extravagante en estos tiempos, sería no tener tatuajes, no tener hijos, no tener COVID, no escribir libros y no leerlos, porque hoy por hoy casi todo el mundo lleva a cabo cualquiera de esas actividades, al pie de la letra, sin inconvenientes y con toda la libertad que le permitan sus cálculos.
Las listas de los mejores libros escritos y leídos el año pasado, llueven. Los lectores y escritores de libros de todo tipo el año pasado, llueven a raudales. Como tengo un niño de tres años y medio al que leo cuentos antes de dormir y a veces libros enteros de muchas páginas, me quedo pensando en los libros para niños que ninguna de esas listas incluye. Para llegar a ver un listado de libros infantiles hay que ir a las revistas, editoriales u organizaciones dedicadas a publicar, divulgar o promocionar libros con esas características. A mí me encanta la idea de que, basándome en los anteriores términos, la literatura para niños sea una especie de literatura B o literatura menor.
La Fundación Cuatrogatos, con sede en Miami, es una de las organizaciones que divulga y promociona la literatura infantil. Se pasan el año creando verdaderas fiestas de la lectura donde, además de acceder a la literatura para niños tanto clásica como contemporánea, los niños y sus familias pueden también, simplemente, jugar, divertirse y pasarla bien.
El aspecto divertido de la literatura infantil es vital en ella. Yo diría que la sostiene. Hasta cuando hay cosas muriéndose, esas muertes son divertidas o naturales o simples, porque es para niños y los niños no merecen angustiarse o entristecerse, aunque son ellos los más susceptibles a las angustias y a las tristezas.
Desde que vivo en Miami, gracias a los gatos de la Fundación Cuatrogatos, he tenido acceso a muchos libros para niños, los he leído y comentado con emoción. Hoy me gustaría hacer una lista de los libros leídos y comentados para el blog de Cuatrogatos, con el ánimo de que algún niño, mamá, papá, abuela o prima lo vea y salga corriendo a conseguirlos.
La ventana de Kenny, escrito e ilustrado por Maurice Sendak.
He leído a Maurice Sendak frente al océano, en voz alta, con los pies metidos en la arena y un bebé creciendo en mi barriga. Habían muchas olas. Aquello parecía una ventana. Como esta ventana, pensé, La ventana de Kenny. Resulta que mi hijo está registrado para nacer el mismo día que Maurice Sendak, el 10 de junio. Maurice Sendak escribió e ilustró este libro que he leído y que me ha hecho mirar un paisaje increíble, de pasteles amarillos y formas que había creído desaparecidas.
Las ilustraciones del norteamericano, Premio Andersen de 1970, son famosas por su originalidad. Sus trazos dulces, tiernísimos, y la extravagancia del amarillo en más de dos tonos, hacen de La ventana de Kenny un ejemplar de cabecera. Las ilustraciones no son el único tino de este artista maravilloso. El texto resulta tan embriagador, tan deleitable, que uno cree por momentos haber conocido a Kenny o, incluso, haber sido el mismo Kenny soñando en la madrugada. La narración pareciera por momentos un inmenso poema-libro.
Siete preguntas incuestionables son formuladas en la historia. No son preguntas comunes, claro, son preguntas que Maurice Sendak ha colocado con ingenio entre las páginas. Preguntas sobre la infancia y el autoconocimiento. Preguntas sobre la soledad, la lealtad y la traición, la curiosidad, las ambiciones o el deseo. Preguntas aparentemente simples pero muy, muy complicadas. Para responderlas, Kenny, un niño de más o menos diez años, viaja a varios lugares y sufre varias derrotas, de las cuales sale airoso, porque una derrota, a veces, es lo mismo que «librarse de una buena».
Acompañan a Kenny su Oso Bucky, una cabra, un caballo, dos soldados, su perra Baby, un gallo y un sueño. Esta noche yo también soñaré con todos ellos. Por más que una pregunta parezca difícil, igual es posible responderla.
La niña, el corazón, y la casa, de María Teresa Andruetto.
Del primer libro que leí de María Teresa Andruetto salí adolorida, desamparada. Leer la hostilidad del mundo te convence de quién eres. Fue ese donde un muchacho llamado Stefano, como el libro, sale de su país a buscar fortuna. Uno se reconoce en esa obra y también en esta de hoy: La niña, el corazón, y la casa.
Leer a María Teresa, Premio Andersen de 2012, no es leer cualquier tipo de libro para jóvenes. Es enfrentar el reto de la literatura, la conmoción de una escritura auténtica y arraigada, tan diferente, en muchos casos, del resto de los libros juveniles que se reproducen hoy con excesiva facilidad.
Tina, la niña del libro, es una niña pequeña, pero la narración cauta, sobria y poética, no está destinada a niños pequeños, más bien diría que a sus padres. Recomendaría mucho su lectura, porque no hay mejor comprensión del mundo que a través de las páginas de un libro. Un libro como este donde la tristeza es la consecuencia del abandono y donde la indefensión es un estado de ánimo.
El diseño del libro, pequeño como Tina, te hace sentir muy cerca del objeto, casi puedes guardarlo bajo la blusa si interrumpes la lectura para fregar el almuerzo o salir un momento a tomar aire. Todo ocurre los domingos. La vida transcurre en vano hasta que llega el domingo y Tina puede encontrarse con su madre. Ella observa, desde la hamaca, a su madre y a su padre juntos.
«Tina sabe que si hay algo que no quiere, si hay algo que no hará cuando sea grande, es ser como su madre». A partir de aquí, uno se queda solo, esperando. Uno quiere tener respuestas. Por qué una madre abandona a una hija y por qué una familia se separa.
Adelaide, de Tomy Ungerer.
Por qué las cosas simples son, a veces, las que más recordamos, extrañamos, aprehendemos. Por qué lo simple es tan simple que no sabemos si es bueno o no, pero, en resuidas cuentas, nos gusta y satisface y, en primer lugar, nos atrae. Por qué saqué de la montaña de libros, en primer lugar, este pequeño y cuadrado de la Editorial Alfaguara, llamado Adelaide y escrito por Tomi Ungerer, una edición vieja con olor a viejo, con una esquina medio despegada. La respuesta es tan simple como el libro y viceversa.
Pero lo simple entraña, casi siempre, una complejidad encantadora. Es el caso de Adelaide, un libro-cuento con unas ilustraciones enormes. Enormes no, más bien pequeñas, porque es un libro pequeño, cuadrado, naranja. Pero cada ilustración abarca toda la página y uno siente que la ha hecho uno mismo. Otra simplicidad.
Escritor e ilustrador, Jean Thomas Ungerer sabía de qué se trataba un encantamiento, por eso creó Adelaide, casi un cómic donde el dibujo complementa la historia, donde uno no puede ser sin la otra. Adelaide no es una niña, ni es una gatica amaestrada, ni es una conejita enferma. Adelaide es una cangura con alas que sabe volar y vuela, tratando todo el tiempo de cumplir sus deseos, al precio que sea, esforzándose mucho pero sin pensarlo tanto, algo que se traduce en libertad.
Adelaide, el libro, es un aprendizaje sobre las diferencias y la libertad, pero sin didactismo, sin esa moraleja educativa y pesada que en verdad no enseña. Leerlo, y sobre todo observarlo, hace que, más tarde o más temprano, uno desee ser libre. Libre para leer libros sobre canguras voladoras y libres. Libre para crear dibujos donde se mezclan oficiales de aduanas, taxis, aviones, familias de canguros, un incendio y un bebé.
Un zoolólico en casa, de Sergio Andricaín.
Los libros para niños, esos que son de verdad para ellos, tienen que ser obligatoriamente hermosos. Ya lo he dicho otras veces y ahora se me llena la hoja de esa verdad porque los libros de Sergio Andricaín son siempre así, hermosos. Por dentro y por fuera un aura muy tierna siempre emana de ellos. Yo misma le he preguntado a Sergio Andricaín cómo él logra tal cosa y su respuesta ha sido parecida a: con insistencia y respeto.
Un zoológico en casa, publicado por Panamericana Editorial en 2005, tiene tantos colores como animales, aunque aquí de lo que se trata es de los animales. También se trata de un niño perfectamente feliz y del derecho que tenemos todos a vivir en una familia amorosa, funcional.
A través de sus deseos, los de llevarse animales del zoológico a la casa, las páginas se suceden en una negación tras otra. Que una familia sea amorosa, no quiere decir que nos complazca en todo. Es el caso de esta. Al niño de la historia no le está permitido traer ningún animal a la casa, muchísimo menos si ese animal proviene de un zoológico. Porque en el zoológico, digo yo que no soy una lectora niña, hay animales demasiado grandes. Demasiado peligrosos y salvajes. Animales con costumbres muy complicadas como para habitar una casa, considerando lo complicadas que son, de por sí, las casas.
Ni un león, ni un elefante, ni un oso polar, ni un canguro, ni un cocodrilo, por poner algunos ejemplos, podría pernoctar en una casa habitada por personas. Las respuestas para el niño, que Sergio Andricaín pone en boca de los adultos, son tan divertidas como coloridas: «Me gustaría tener un elefante, pero mi mamá dice que no, porque si pesca un resfriado tendría que darle las sábanas y los manteles para que los use como pañuelos».
La imaginación de Olga Cuéllar, ilustradora excepcional de este cuento, hace gala durante todo el libro para, ya al final, deleitarnos con una sorpresa que en el texto no se dice, pero que ella se ocupa de brindarnos, dándole color y forma al último de los animales. No sé tú, pero cuando yo era pequeña hubiera dado todo por tener este zoológico en mi librero. Ahora podré ponerlo en el librero de mi bebé.
Hipólito el hipnotizador, de Daniel Monedero.
En Cuba, cuando decimos «se acabó lo que se daba»significa dos cosas: que «eso» de lo que estamos hablando llegó a su fin, o que «eso» de lo que hablamos es «lo máximo» y después de«eso»ya no queda más nada. Así de simple.
Con Hipólito el hipnotizador, de Daniel Monedero, se acabó lo que se daba. La colección Brincacharcos de la Editorial Cidcli, junto a la ilustradora Mariana Villanueva, no pudo crear un libro más maravilloso. O tal vez sí, lo que me hubiera hecho caer desmayada, pues con este caí electrocutada.
No exagero. Hipólito el hipnotizador es maravilloso desde la portada hasta el rabo. Quiero decir el rabo de cualquier animal hipnotizado de un circo, pues aquí se sobran los circos, los animales y las cosas hipnotizadas del mundo.
Bien pudiera decirse que el narrador es el mismo Daniel Monedero, hipnotizado por su protagonista Hipólito, un niño cansado de hacer lo que los otros quieren que haga, que se revela y aprende a hipnotizar y se convierte en. Ahora mismo yo escribo esta reseña, hipnotizada también aunque no por Hipólito y sí por la Fundación Cuatrogatos, que me dijo: «Haz la reseña de esto». Y yo la hago.
La cosa es que la manera lúdica en que Daniel Monedero ha narrado su cuento no tiene parangón. En cada página un giro y en cada giro un desenlace. Todo es tan comiquísimo, tan riquísimo, tan divertidísimo. Hasta cuando Hipólito se da cuenta de que lo importante no es hacer cumplir sus deseos porque sí, sino aprender a dosificar sus deseos, ese aprendizaje lo consigue gracias a una dosis muy alta de diversión.
Las ilustraciones de Mariana Villanueva, repito, son de película. Me he visto tentada a arrancar la página donde Hipólito se cae de sus seis bicicletas, pero soy una adulta civilizada y he puesto mis manos atrás de la cintura. Sin embargo, prometo no devolver este libro aunque me acusen de ladrona de libros, porque este libro merece ser leído todos los viernes a la salida del trabajo, sentada en la esquinita de un asiento del metro. Y si no tengo trabajo ni voy en metro, sentada en la esquinita de mi sofá. Así de simple.
Doctor de Soto, de William Steig.
Imagínense que ayer a mí misma me diagnosticaron con un problemita en la última muela inferior izquierda y tendré que sacarla con un alicate enorme porque sus raíces son muy profundas y el doctor (no de Soto) se asustó.
Entonces empiezo a leer este libro y conozco al Doctor de Soto verdadero y a su ayudante, que no es otra que su esposa. Par de ratones estomatólogos abriéndole la boca a medio mundo y sacando piezas con alicates y tapando los huequitos sucios de las muelas de sus pacientes. El Doctor de Soto es, además, el mejor estomatólogo de la ciudad, aunque sea el único. Los animales le están súper agradecidos, tanto a él como a su ayudante, que baja y sube la escalera más de cien veces al día, alcanzando gasa, algodón, coronas, agujitas, implantes, etc.
William Steig, la traductora María Puncel y el ilustrador (no aparece el nombre) no se imaginan los escalofríos que tengo. Llegado el momento yo misma me reconoceré en la lectura, abriendo bien la boca, atrapada en un vendaje.
Doctor de Soto no rechaza a ningún paciente, excepto a aquellos animales que pueden poner en peligro la vida de él y de su esposa, ratona perfecta. Un día llega un zorro con un dolor de muela inmenso (así como el que tengo yo) y los ratones primero dudan, pero su compasión, y sobre todo su bondad, hacen que el zorro sea aceptado y bien tratado por ellos.
La naturaleza de las cosas es irreversible, en esto William Steig basa su tesis. La astucia del zorro lo hace pensar que no hay mal alguno en comerse al Doctor de Soto una vez que el Doctor lo haya curado. Pero si no hay mal alguno en ello, tampoco hay bien. Ningún bien. Ninguno absolutamente.
El Doctor de Soto y su esposa, poseedores de un olfato aguzado por naturaleza, tendrán la perspicacia de usarlo para oler al zorro, incluso en sus pensamientos, y tomarán ventaja.
Suerte de fábula contemporánea, con escaleras eléctricas y hasta una grúa, y botas de goma para no mojarse cuando haya que saltar a la boca de los animales grandotes a empastar una muela, Doctor de Soto, de la manera menos convencional posible, nos hace sonreír después de mostrarnos que el bien y el mal andan juntos.
Esa cuchara, de Sandra Siamens y Bea Lozano.
Hasta hoy y hasta ahora, no había leído un cuento ilustrado tan precioso desde hacía muchas semanas o tal vez meses. Esa cuchara es ese libro que yo pondría en la mesita de noche de mi hijo hasta que se lo aprendiera de memoria o hasta que yo misma, mamá fatigada, me lo aprendiera. Tengo ganas de salir recitándolo mientras camino por la acera las casi diez cuadras que hay de mi casa al mercado.
En mi casa natal tuve cosas como esa cuchara, que hoy ponen frente a mí sus autoras y la Editorial Limonero. ¿Hay algún premio al cual yo le pueda recomendar este libro, para que siga siendo publicado por los siglos de los siglos, para que los niños de todas las familias del mundo quieran tomarse la sopa con esa cuchara, quieran sembrar semillas con esa cuchara y quieran hacer música con esa misma cuchara, dando sobre una olla o sobre una silla o contra la pared? A veces es bueno olvidar pero este libro trata sobre no olvidar.
Precisamente, hay una manera de olvidar muy antigua y conservadora, que la mayoría de las familias más antiguas y conservadoras usan, en la cual se preserva un objeto, una persona o un recuerdo dándole un valor por encima del que tiene, separándolo del resto para que no sea mellado u ofendido. Sandra Siamens recupera esa cuchara y le da el valor exacto, el valor de lo útil, del afecto.
Pero eso no es lo único importante de esa cuchara. Lo desmoralizador, lo desmitificador, también está en la manera en que su autora decidió contarlo, valiéndose de la mirada nítida, rampante, de una protagonista inusual a la que nunca le sabremos el nombre. Sabremos el nombre de Jaime, el verdulero, pero nunca sabremos el nombre de la niña fuera de liga que va contando cómo la tradición puede convertirse en algo pesado y cómo la tradición es más comprensible si se hace leve. Nada menos tradicional que su forma de contar, además de esas ilustraciones, esos colores pasteles, esas figuras robustas, ese azul gris uniforme.
Me atrevo a decir que, en definitiva, esa cuchara tiene toda la apariencia de referente histórico, no solo para el país de Sandra Siamens, sino para todos los países que han padecido éxodos, en un sentido o en otro. No voy a contarles el cuento, yo sé que ustedes saldrán ahora corriendo en busca de esa cuchara.
Los carpinchos, de Alfredo Soderguit.
La primera vez que yo vi un carpincho aún no había cumplido 30 años, aún no tenía un hijo y aún no sabía lo que era un carpincho. En realidad, casi no sabía nada, pues uno empieza a saber algo cuando pasan esas tres cosas que dije arriba. Recuerdo que al ver los carpinchos, caminando en grupos y sin inmutarse, pensé: estoy en una película de animales que se extinguieron o estoy soñando.
Pero ni una cosa ni la otra. Yo simplemente estaba parada frente a un animal muy común que no es común en mi país natal, aunque los carpinchos sean comunes en el Caribe. Ese día, como estaba en un zoológico brasileño, tampoco me enteré de que se llamaban carpinchos. La persona que me había invitado al zoológico me dijo que se llamaban «capybaras». Ahora sé que también pueden llamarse «ronsocos» y «chigüires», todo depende del país donde uno esté parado.
Hoy, por ejemplo, yo estoy flotando. No estoy parada en ningún país. Acabo de terminar de leer Los carpinchos, un libro publicado por Ediciones Ekaré, escrito e ilustrado por Alfredo Soderguit, un importante ilustrador uruguayo. La razón por la que floto tiene que ver directamente con la lectura de Los carpinchos y con el disfrute de sus páginas: libro casi cuadrado que diseñó Alejandra Varela.
Al abrir el libro viajé ocho años atrás. Ahora ya tengo más de 30 años, ya tengo un hijo y ya sé qué son los carpinchos. Además, estoy leyendo un libro llamado como ellos. Además, estoy viendo ilustraciones de una ternura implacable, como ellos, dibujadas como si fuera un cómic muy simple con poquitos personajes. Los personajes son los carpinchos, las gallinas, los cazadores y un perro. Además, «aquel era un lugar agradable y seguro».
Los ojos de los carpinchos, ligeramente asombrados, se mantienen expectantes desde la primera hasta la última página, eso hace que uno se mantenga igual. En general, Alfredo Spoderguit es un maestro de las emociones. La fábula está escrita con el mínimo de palabras. Esas palabras forman oraciones muy breves que dicen solo lo preciso.
A pesar de exponer el conflicto de la manera más bella y simple, nada pincha ni sobresale en sus páginas. Uno puede sentir el olor del granero, la quietud del río por donde llegaron los carpinchos, el lomo crispado del perro cuando descubre que hay visita, la parsimonia de los días que transcurren antes del cambio final.
La sencillez de Los carpinchos es un deleite.Todo lo que debe saber un niño, antes de cumplir 30 años, sobre la amistad, la convivencia, la tolerancia y la capacidad de adaptación, Alfredo Soderguit lo ha dibujado y Ediciones Ekaré lo ha convertido en libro.
El ascensor, de Yael Frankel.
¿Dónde? Un ascensor. ¿Cuándo? Un día cualquiera. ¿Por qué? Por azar y porque hay días así inesperados llenos de sucesos inesperados de los cuales aprendemos las cosas esenciales. ¿Quiénes? Seis personas, un perro llamado Roco y un oso que cumple años. Así lo resumiría yo, con unos deseos enormes de haber subido a ese ascensor en ese exacto momento.
Se trata del segundo título de Ediciones Limonero que leo en toda mi vida, de un tamaño rectangular, alto alto como un pino, de una consistencia agradable que sirve de preámbulo a la obra de arte que en verdad es. Adivino que Ediciones Limonero pretende eso exactamente, producir pequeñas obras de arte para pequeñas obras de arte, porque los niños son eso.
El ascensor, escrito e ilustrado por el mismo autor, uno llamado Yael Frankel, podría ser más hermoso que un viaje en cohete a la luna. Me explico: va en la misma dirección, hacia arriba; produce lo mismo, adrenalina; el futuro después del viaje es igual en ambos casos, impredecible. Hablo de la lectura. La lectura de El ascensor (en sus marcas, listos, fuera…) me lanzó disparada más allá del techo de la sala-comedor donde lo leí. ¿La culpa? Tanto del relato como de las ilustraciones.
Con decirte que, para colmo, todo es en blanco y negro menos el sombrerito de la niña que narra, la ropita caprichosa de los mellizos, una que otra mancha y, ya al final, un segundo sombrerito en la cabeza del oso. Manchas rojas que aparecen y desaparecen como otro personaje en el dibujo. Sin embargo, el cuento no termina ahí. Hay una segunda sorpresa en el dorso de la contraportada dura: un segundo libro, escrito por… ¡el oso!
¿Hasta dónde van a llegar Yael Frankel y Ediciones Limonero? ¿Hasta dónde va a llegar El ascensor? Sin duda alguna, este libro es tan original, tan genial y tan existencial como su propio nombre. Un espacio diminuto, de dos o tres metros cuadrados, durante 40 minutos enloquecedores, lleno de personajes que no se conocen demasiado pero que, gracias a los afectos, llegarán a compartir, incluso, un pastel de cumpleaños… que no les pertenece.
La Obra Social de Empleados de Prensa de Córdoba lleva más de cuarenta años asegurando la salud de sus afiliados. Nació en 1973, de la mano de trabajadores de prensa de nuestra provincia, asociados al hoy llamado Círculo Sindical de la Prensa y la Comunicación de Córdoba.
El Círculo Sindical de la Prensa y la Comunicación de Córdoba (CISPREN), Personería Gremial 601, fue anunciado en 1973 durante el Primer Congreso Provincial de los Trabajadores de la Prensa y la Comunicación y fundado al año siguiente, en 1974 tras la fusión del Círculo de la Prensa y el Sindicato.