Por Darío Sandrone. Extraído de Hoy Día Córdoba*

Una de las promesas incumplidas de la era digital es, sin dudas, que en un futuro no muy lejano las personas dejarían de leer libros en papel, para leerlos digitales o digitalizados. Es cierto que, por un lado, los e-books inauguraron un mercado de lectores electrónicos y que, por el otro, a quienes nos dedicamos a trabajar con libros, en la investigación o en la docencia, nos resulta más fácil imaginar el mundo sin la invención de la rueda que sin archivos en formato PDF. Sin embargo, el papel, en pleno siglo XXI, no sólo goza de buena salud, sino que se impone con holgura en la industria editorial. El éxito que las plataformas digitales han tenido en el arte audiovisual, como la música o el cine, no se ha trasladado a la lectura. No han dado aún con una interfaz digital que anude la dimensión intelectual, lúdica y placentera de una práctica como la lectura con un objeto, de la forma en que lo logran 200 hojas de papel cosidas entre sí.

Imagino que la lectora o el lector de esta nota ya está esgrimiendo mentalmente argumentos a favor o en contra del papel, pero, más allá de las preferencias, lo cierto es que en la mayoría de los países del mundo el porcentaje de libros digitales vendidos ronda apenas el 10%. En este escenario, el papel sigue siendo un commodity valioso.

Uno de los hechos que despertó cierta controversia en lo que va del año fue la apertura de la 46º Feria Internacional del Libro, en la que el escritor Guillermo Saccomanno planteó algunos problemas por los que atraviesa la industria editorial, entre ellos, la falta de papel “bookcel”. Este tipo de papel es el más usado para hacer libros: posee una rugosidad característica, que lo hace más agradable al tacto, y un color marfil que hace más grata la lectura, además de darle un aspecto elegante y exclusivo al libro, que, por otra parte, envejece mejor. No obstante, desde hace un tiempo, el costo del “bookcel” viene aumentando, y con la pandemia su precio se fue por las nubes (aumento de 85% en el último año), lo que pone en jaque a muchas editoriales.

Estos aumentos se deben a factores locales y globales. Con respecto a los factores locales, como en tantos otros rubros, está el problema de la concentración oligopólica. En Argentina sólo hay dos empresas que fabrican ese tipo de papel. Por un lado, Celulosa Argentina y, en menor medida, Ledesma. Contra ellas apuntó Sacommano: “La falta de papel se debe a la menor producción de las dos empresas productoras de papel para hacer libros.” Sin embargo, en sus palabras hay una pista para mirar también los factores globales: ¿si estas dos empresas no fabrican papel para hacer libros, para qué lo fabrican? La pregunta tiene muchas respuestas, pero una de ellas, la más paradójica de todas, es la siguiente: para hacer el envoltorio de los libros.

Paquetes

Durante la pandemia, las restricciones de eventos y reuniones sociales, sumadas al teletrabajo, provocaron un gran descenso en las ventas de ropa, que, según algunas estimaciones, en Argentina osciló en torno al 60%. Al no circular los cuerpos, no fue necesario gastar dinero para envolverlos. Lo contrario sucedió con las cosas, incluidos los libros, cuya circulación se incrementó de manera exponencial, consolidando la expansión del comercio electrónico (o comercio on-line), y de las empresas de logística, como Amazon y Alibaba a nivel global, o MercadoLibre a nivel regional.

Las cosas van por millones de un lado a otro, pero no a través de fibra óptica o satélites, sino a campo traviesa por los territorios, guardadas en cajas de cartón o en sobres. En sobres de papel.

En ese marco, el negocio de hacer paquetes (o, si se prefiere un término más elegante, la industria del packaging) no ha dejado de crecer desde el 2014, impulsada por los nuevos hábitos de consumo. Los paquetes que envuelven los productos suelen ser de distintos materiales, como plástico, vidrio, metal o madera, pero el embalaje de papel y cartón mantiene su posición de liderazgo en el consumo global, y se prevé que esta posición se mantenga durante años.

Los motivos son varios: bajo costo, versatilidad, facilidad de impresión, sostenibilidad ambiental. La pandemia llevó la demanda a otra escala, y la industria del papel y de los productos forestales cruje.

Paradojas de papel

Una segunda promesa incumplida de la era digital aseguraba que los humanos sólo intercambiaríamos conocimiento y arte a través de canales cuasi inmateriales. No obstante, en los últimos años ha quedado en evidencia que tan ilusoria es esa versión lineal de la historia, que va desde las viejas tecnologías materiales a las nuevas tecnologías de la información en un progreso simple.

Por el contrario, mientras en un sentido los productos físicos se transforman en servicios digitalizados, en el otro sentido, los bits se traducen en paquetes de papel y cajas de cartón por millones. Los modernos algoritmos de la industria logística requieren utilizar más papel, más árboles, más planeta que nunca.

El sistema informático global no sólo consume materiales, sino que recupera y masifica antiguas tecnologías para sus necesidades.

Volviendo a los libros, pero sin salir del terreno paradojal, es interesante observar que, según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), los ingresos que se generaron en 2019 en la industria editorial (sector comercial y educativo) ascendieron a más de 67.000 millones de dólares. Por su parte, se estima que el tamaño del mercado mundial de envases y embalajes de papel y cartón alcanzará los 85.000 millones de dólares en 2023. En consecuencia, no es descabellado suponer que hacer papel para libros será menos rentable que hacer papel para los paquetes en los que viajarán los libros.

¿Pero, si todos hacen la caja para la cosa, quien hará la cosa?

*Fuente: Hoy Día Córdoba

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