«Un cuento para hombres-niños de imaginación grande», según su autora, nacida en Costa Rica en 1936, también autora de novelas, cartas y ensayos de los cuales sobrevivió poco. La ruta de su evasión es la única novela que se conserva de la autora fallecida en México a temprana edad. El presente es su primer cuento publicado.
Por Yolanda Oreamun*
icen que había una vez doña Anacleta. Doña Anacleta dicen que escondió a Morazán. En una cueva. Así negra, seguramente grande, con pedruzcos enormes. En el corazón de una montaña. Porque las montañas tienen corazón; de eso estoy segura; de lo que no estoy segura es de conocer a doña Anacleta y mucho menos a Morazán. La cueva desgraciadamente está en Tres Ríos y no en Guanacaste. Tenemos el hábito de buscar todo lo bonito, todo lo pictórico y típico en Guanacaste; pero yo lo siento mucho: la cueva está ciertamente en Tres Ríos. Allí no hay seguramente llanuras que se llenen de barro y agua en invierno y que se rebosen de sol en verano; no hay inmensidades ni montañas que se derramen chorreadas sobre la maravilla de la planicie. No hay todo eso. Pero hay árboles azules con el tronco morado y hay montañas, sí, seguramente. Y hay bonitos rincones de sombra y caminitos pincelados sobre el pasto.
Pero esto es ahora. En «esos tiempos», yo no sé. Porque todo esto sucedía en «esos tiempos» en Cartago. Esto quiere decir una época que se puede situar en el lugar de la historia que nos guste más; podemos vestir a las señoras de crinolina y tontillo, o ponerles camisas de gola.
Había, pues, una señora venida a menos. Ahora caigo en la cuenta de que la señora como vino a menos, debió usar primero crinolina y tontillo y luego, camisa de gola. Bueno, no importa. La señora tenía también hijas. Las hijas estaban en inminente peligro. Desde luego. No había plata en la casa. Su equilibrio moral . . . Bueno, su equilibrio moral amenazaba. Ya se ve.
Eran lindas y así. . . dulzonas, lechosas. Debía ser muy lindo todo aquello. Pero así, o por eso, la señora sufría. Sí. Sufría mucho. Tenía mucho miedo por sus hijas ñatonas y buenazas.
Seguramente las rondaban a caballo, y les cantarían serenatas y las muchachas debían mover mucho las enaguas. Y lavaban el piso, porque una debía cocinar, la otra hacía la casa y la otra. Bueno, yo no sé si se puede repartir el oficio sin saber cuántas eran… La señora se fue entonces a la cueva a pedirle al er… Se me olvidaba decir que la cueva tenía un ermitaño. Y era muy bueno, y estaba muy flaco, y hablaba despacito, y en las tardes veía ángeles blancos.
La cueva tenía piedras grises y el ermitaño soñaba con Dios.
La señora fue y le pidió. El ermitaño rezó. Siempre rezaba, y rezaba con gran fe. Le dijeron los ángeles blancos…
Y entonces el ermitaño estiró la mano. Una mano de brujo, flaca y pálida, con grandes uñas como ríos en una tierra morena, con tilintes nervios como grandes costuras, para darle lo primero que viera. Antes había estado con los ojos al cielo, muy celestes y muy iluminados, y luego los había bajado resbalando sobre las paredes, sobre toda la tierra, sobre el musgo, sobre las hojas secas, y allí, estaba una lagartija.
Aquello era, no había duda, lo que él tenía que darle a la señora. No se le ocurrió seguramente pensar al ermitaño en el poco valor de una lagartija, porque estiró su mano de brujo y la lagartija se puso quieta, agarró con su mano de brujo y la lagartija se puso tiesa, dura, fría y pesada.
La señora hizo con las suyas un nido de recogimiento y credulidad para recibir. Puso los dedos entrelazados. Así. . . Uno sobre el otro y las dos palmas se ahuecaban cascarosas y rajadas, y los ojos miraron el nido hechos despabilamiento de admiración.
El ermitaño entonces vació la extraña joya: la lagartija cubierta de esmeraldas por encima y por debajo, porque todavía no tenía la panza blanca.
Y ella se fue. Por el camino pincelado en el pasto, por la verja de árboles estatuados contra el caminito.
Y fue a valorar la joya donde el viejo avaro que tenía manos de santo. Pero la señora no quería tantos doblones, u onzas, o la moneda de «aquel tiempo». Le bastaba con menos; con muchísimo menos. Ella se avergonzaba de la cantidad que se negaba a oír. Entonces el viejo arrancó las esmeraldas de la panza. De la panza para que no se viera mucho y pagó.
La señora puso casa. Las hijas buenazas, ñatonas y que movían las enaguas se casaron seguramente con el caballero que las rondaba a caballo y que les cantaba serenatas por la noche. Y la señora pensó que no iba a necesitar más. Era mucho lo que tenía su humilde felicidad. ¿Para qué más? Subió al día siguiente por el senderito de la montaña con el nido de las manos hecho unciosa y amorosamente. Un nidito de fe hecho con pajitas de cariño y calentado con lágrimas de agradecimiento.
Dicen que el ermitaño cogió la lagartija con sus manos de brujo, y la lagartija dejó de ser fría, inerte y pesada y dicen también que la puso en el suelo y la lagartija echó a andar.
Y también cuentan que desde «aquel tiempo», todas las lagartijas allí en los alrededores de la cueva de piedras grises y musgo verde, por los caminitos de la cuesta de la montaña entre los árboles azules de tronco morado, y por donde la señora subió y por donde la señora bajó, tienen la espalda verde y la panza blanca.
Esto lo cuenta un viejo. De manos de brujo. Y dice que es cierto.
Todo es sencillo y arrullen y tembloroso. Así… Bueno…, suave y tranquilo como debía de ser todo en «aquel tiempo».
*Nota publicada en el blog de la Editorial Eterna Cadencia.